En la relojería Los buenos tiempos el relojero Spritz despedía a todo aquel que salía de su local con un «Buenos días y buenos tiempos» lleno de honradez y bondad. Para el viejo y afable Spritz, los días, como las vidas, siempre estaban a tiempo de ser mejores. Con esta idea viviría todos sus días y todas sus horas. Pero esta no es la historia del relojero Spritz, esta es mi historia y todo lo que voy a contar en ella es verdad. Mi verdad.
Eran otros tiempos, tiempos en los que los oficios se aprendían con las manos y no con los codos. Siempre pensé que había conseguido el trabajo de ayudante del señor Spritz gracias a mi absoluta determinación en la entrevista, en realidad había sido el único candidato que se presentó a la cita a la hora en punto, ni un minuto antes, ni un minuto después, y aquello fue lo único que importó al viejo.
Mi lugar de trabajo era una pequeña mesa baja con tablero de madera y patas de metal de color verde uva que recordaba a un pupitre de colegio. La mesa se encontraba a un lado del mostrador principal, donde Spritz atendía a los clientes, y se alumbraba con una pequeña lámpara sujeta al tablero que me proporcionaba la luz y el calor necesarios para trabajar, absorto, en las precisas tareas del aprendiz de relojero. Durante aquel tiempo solo levanté la vista de mis quehaceres cuando alguien entraba en la relojería. Aquella mañana la puerta aún no se había abierto, cuando por fin lo hizo allí estabas tú.
La luz que llegaba de la calle y entraba en la penumbra del local era tan intensa que al principio fui incapaz de distinguir tu rostro entre las sombras de un contorno en el que destacaba aquella melena larga, de cabello fino y eléctrico, reposando en unos hombros estrechos que erguías con pretendida altivez. Aquella primera vez que entraste en la relojería creo que incluso al bueno de Spritz algo se le debió remover en lo más profundo de su consciencia. La puerta se cerró detrás tuyo y allí empezó todo.
Empezamos hablando del tiempo, que es como empiezan todas las cosas realmente importantes de esta vida, y acabamos sabiendo que el tiempo sería nuestro. A partir de ese primer día visitaste una vez por semana la relojería, sin excepción. Las primeras semanas traías contigo un reloj que parecía maldito, hasta que a ti ya te dio igual bajar los hombros, y yo preferí jugarme el trabajo a jugarme el deseo. Empezaste a venir sin más excusa que la de vernos y así seguir llenando los segundos de palabras y sueños.
Hablamos de viajes, de irnos a Venecia, allí donde los amores se vuelven reales y los cuentos son de hadas, de subirnos al vaporetto y cantarte ‘O sole mio mientras nos haríamos fotos borrosas que después colgaríamos en la pared de casa. Una pared de ladrillo en un piso ni muy moderno ni muy antiguo y decorado con el gusto del dinero. El dinero que ganaríamos con nuestra propia aventura, viviendo de nuestras ideas. Ideas de ir muy lejos y escapar de todo, de todo lo que no fuéramos nosotros.
Y tú seguiste entrando cada semana por aquella puerta, la sonrisa en la mano y el corazón en la boca, nunca nos besamos, nunca nos tocamos, nunca nos dimos más que palabras. Mientras, nadie nos avisó que a fuera las cosas estaban cambiando, nadie nos dijo que unos pocos iban a cambiar el destino de muchos. Hasta que a aquella gran masacre alguien le puso nombre, le llamó crisis. Entonces, el pueblo, astuto, prefirió perder el tiempo a perder el dinero. Los relojes dejaron de andar y a nadie le importó. El viejo Spritz cerró la puerta de su relojería y nunca más la volvió a abrir. Y es así como acaba esta historia, así acaban Los buenos tiempos.